El comunicado: Septiembre 1950
Septiembre 1950
El comunicado reposaba encima de la mesa camilla. Escueto, ajeno al dolor que había causado.
«Les comunicamos que Francisco Oltra Paricio ha muerto de hemorragias internas y ha sido enterrado en el cementerio de Santa María de Marles».
Josefina, su mujer, derrumbada en una silla sollozaba con la cabeza entre sus manos intentando inútilmente contener las lágrimas que le brotaban desde lo más profundo de su alma. Sus dos hijas, que apenas comenzaban la adolescencia, se abrazaban a su madre compartiendo el dolor mientras en un rincón, Paquito, el más pequeño de los hijos, miraba la escena con ojos de inocencia. Con apenas dos años no podía entender nada.
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Por el pasillo se alejaba su abuelo, despacio, queriendo fingir una fortaleza que ya no sentía. Su hijo había muerto, -«hemorragias internas»- decía aquel papel, naturalmente, las hemorragias que causan las balas. Su hijo había muerto por los disparos de la guardia civil.
Caminando cabizbajo llegó hasta el comedor donde le aguardaba su mujer y otros tres de sus hijos. La amargura de su rostro reflejaba lo que salió de sus labios -¡Es él. Es él!-, se repitió a sí mismo. Él era uno de aquellos que en el periódico ponía que habían sido muertos por la guardia civil y que venían de Francia como «maquis» para perpetrar atentados en España. ¡Qué lejos de la verdad!, su hijo, junto con otros amigos, habían salido con dirección a Francia para poder comenzar una nueva vida. Tenían que cruzar necesariamente por los montes al estar fichados como anarquistas y unos compañeros vinieron desde Francia a su encuentro para llevarlos por los mejores caminos y veredas de los Pirineos.
Nunca se sabría la verdad de lo que había pasado. De todos modos eso tampoco le importaba a nadie, sólo a ellos.
Se veía venir, la represión en la postguerra española estaba siendo muy dura y las continuas visitas de la guardia civil a su casa hacían que en ella reinara un nerviosismo perjudicial para todos y Paquito, su hijo, no había sido precisamente de los que permanecieran tranquilos después de la derrota republicana.
Paquito, como él lo llamaba, y que así seguiría llamándolo para siempre, ya no estaba. Ya no habría más visitas nocturnas de la policía, ya no volverían a ser molestados. Ahora, desconsolados, ya sólo les quedaba la memoria del hijo, hermano, padre y esposo, que para todos ellos seguiría viviendo en sus corazones mientras tuvieran vida para recordarle.

Sintiéndose protegido allí, acurrucado en su rincón, el niño, al ver llorar a su madre y hermanas lloró también añadiendo inconscientemente algo más de tensión en aquella aciaga tarde. Mientras, Carmen, la más pequeña de sus hermanas, se acercó sollozando a la ventana fijando sus ojos de adolescente en un punto allá, en el solar al otro lado de la calle junto a la estación de Villanueva de Castellón, donde destacaba una roca grande y plana, mirándola, acentuó su sollozo. Recordó que sólo hacía pocas semanas se deslizaba por ella la última vez que vio a su padre y que éste, desde el tranvía en el que marchaba a su destino, la reprendía agitando su mano: «¡Vesten a casa Carmen que quand vinga ja t'eu vaig a dir!, ¿No veus que estas trencan-te tota la roba?» (1) Pero ella, ajena al destino de su padre no podía imaginar que seguiría esperando su regreso, en vano ya para el resto de su vida. Ahora, desde su inocencia de niña adolescente y entre lágrimas se repetía con amargura que ¡Ojalá llamara su padre a la puerta en ese mismo momento!, aunque la castigara por haberse roto la ropa.
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